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Estamos en el mismo centro de la sala de los horrores para cualquier occidental bienpensante, allá donde hombres como los de antes se prestan a hacernos el trabajo sucio por el salario mínimo. Y es importante que los matarifes oculten su rostro, aunque solo sea para que la sociedad siga consumiendo carne en lugar de cadáveres. Atenazados por el convencionalismo social de la ocultación de la muerte y lo políticamente correcto de la defensa de los derechos animales, los trabajadores del matadero se enfrentan a una labor dura como pocas, mal pagada como tantas, y sucia como ninguna. El ritual de la muerte se produce de forma industrial, encadenada, puramente capitalista, sin el tiempo necesario para mirar a los ojos de la víctima y sin los arrestos imprescindibles para confesar luego a los amigos delante de la barbacoa: a ésta carne la he matado yo, buen provecho.